Siempre he sostenido que los grandes gobernantes, así como los grandes empresarios, tienen una característica común: su pensamiento es sumamente flexible. No tienen la misma receta para todos los problemas.
Pueden ser suaves, duros, astutos, implacables o comprensivos, pero los grandes líderes saben exactamente cuando deben actuar de una determinada forma y cuando no.
Nuestro actual presidente, dicho por él mismo, pretende igualarse a Benito Juárez, a Francisco I. Madero y a Lázaro Cárdenas. Su propaganda es clara en esa línea. En estas fechas, hemos visto aparecer en el mandatario el talante cardenista para emprender un camino de regreso hacia el monopolio petrolero y eléctrico del estado. Poco importa que el contexto internacional sea totalmente diferente, o que el concepto de soberanía asociada a los energéticos sea una idea del siglo pasado. El símbolo ahí queda: Cárdenas reeditado, aunque sea un mimetismo engañoso.
Cualquiera sabe que sería un error adoptar la figura de Luis Echeverría para negociar un tratado comercial, o bien emprender una política de inclusión y diversidad siguiendo a Plutarco Elías Calles. No obstante, el presidente de hoy no siempre ha actuado como los próceres que menciona, sino que en varias ocasiones ha elegido al prócer incorrecto para acometer un problema. He aquí un ejemplo.
En estos días, México vive una turbulencia inducida que en mucho tiempo no se había presentado. Lo que comenzó con una polarización en campaña se ha extendido a todos los ámbitos de la política, inclusive a guerras intestinas del grupo gobernante; al parecer, la polarización es ya la única receta para competir políticamente.
En el PRI del siglo XX el poder se compartía entre varios grupos de tendencias distintas, desde la izquierda cardenista hasta la derecha liberal. Todos iban teniendo oportunidad de ejercer el poder y normalmente en los gabinetes o en las gubernaturas de los estados había lugar para todos. Pero esto se rompió cuando algunos grupos comenzaron a demandar más poder y posiciones, mientras que el equipo en el poder les cerraba el camino. Conforme las partes encontradas se fueron radicalizando, la intención de borrar a los grupos antagónicos se polarizó, al grado que las rupturas derivaron al menos en dos asesinatos de personas muy cercanas al presidente Carlos Salinas.
De regreso al presente, en estos meses se ha regresado a un entorno de verdadero odio en los medios y redes sociales, con guerras de palabras encendidas entre bandos opositores. Octavio Paz decía que la violencia verbal precede a la violencia física. Y las cosas alcanzan niveles que recientemente no se veían: dos asesinatos de personas estrechamente relacionadas con el poder, así como un atentado fallido a un jefe policiaco dan cuenta de que la lucha por el poder se hace más encarnizada. La lucha a vuelto a ser violenta.
Aquí aflora un paralelismo interesante, pues en la actualidad nuestro presidente se ha comportado más como Carlos Salinas (el gobernante que trata de aniquilar a sus enemigos políticos con el fin de concentrar todo el poder para sí), que como otras figuras de su predilección. La andanada jurídica y mediática contra dos partidos políticos y contra la clase empresarial da cuenta precisa de la intención de acabar con los enemigos. Cada vez hay más grupos que se sienten excluídos del poder, excluídos de las decisiones y fuera del presupuesto.
En este momento, pareciera que tenemos en Palacio Nacional a un expresidente del siglo XX, en una guerra sorda contra otras facciones. Bien le valdría llegar a la noción del repudiado Plutarco Elías Calles, quien entendió que México no alcanzaría la paz si no dejaba a sus rivales espacios para desenvolverse. Intentar aniquilar a los rivales es peligroso. Los ejemplos en la historia sobran.
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